En las culturas prehispánicas la muerte era abrazada con respeto y sin temor. Esta se encontraba en su cosmogonía, filosofía, mitos y festividades. Su cultura y conocimiento giraba alrededor de la dualidad vida-muerte.
En la cultura mexica creían en el Mictlán, que significaba para los antiguos mexicanos ‘en la región de los muertos’, era el sitio mitológico del más allá que consistía en nueve planos extendidos bajo la tierra y orientados hacia el Norte; allá iban todos los que fallecían de muerte natural; quien moría tenía que cumplir toda una serie de pruebas en compañía de un perro (xoloitzcuintle) que era incinerado junto con el cadáver de su amo, al que encontraba y reconocía en Itzcuintlán; solo si en vida se había tratado bien al animal, éste ayudaría a realizar el largo viaje al Mictlán; de no ser así, el cuerpo se quedaría eternamente en este sitio. El Mictlán, al igual que toda su visión de vida, era concebido también de forma dual, como una caverna a través de la cual llegan los muertos.
Si analizamos detalladamente esta mitología prehispánica, nos sorprenderemos que hay una cierta relación muy estrecha con la creencia católica que se tiene sobre la muerte. La fusión de ambas (sincretismo), da como resultado una de las tradiciones más hermosas y coloridas que poseemos los mexicanos: El Día de Muertos.
Celebrada a principios de noviembre, nos da una esencia y una característica única que nos diferencía con otros países y culturas de cómo percibimos la muerte. Siendo esta un sincretismo de culturas prehispánicas con el catolicismo traído por los conquistadores españoles.
Así pues, cada año miles de familias mexicanas  esperan a sus difuntos para recibirlos y agasajarlos con los alimentos y bebidas que disfrutaban en vida. Esta costumbre le da un cierto sabor de esperanza a la muerte, la cual nunca es definitiva, ya que; al menos una vez al año, se vale regresar desde el “Mictlán,” al mundo de los vivos.